Cuántas veces decimos: ¡A mí no me gusta
perder el tiempo!, aunque sobre esto, podríamos hablar detenidamente. Ya que
es, sin duda la obsesión que tenemos por ir siempre a toda prisa. Es cierto que
en la vida hay urgencias y que, precisamente por ello, nos conviene acelerar.
Es
como si el tiempo nos consumiera, cuando en verdad, lo consumimos nosotros a
él. Pero al final no dejan de producirnos efectos similares. En verdad la
prisa, es otro nombre del miedo. Cuántas veces nos sentimos agobiados, como
perseguidos por el tiempo, y es entonces cuestión de “hacer”, pero de ¡hacer
ya!, de forma rápida nuestros objetivos.
Tal como está organizado el mundo
en que vivimos, es evidente que todo a nuestro alrededor parece gritar al
unísono pidiendo urgencia y que muchas cosas resultan materialmente imposibles
dejar de hacerlas deprisa. Ahora bien, el hacer las cosas deprisa lleva consigo
una angustia en el que las realizas impidiendo hacerlas bien, y con la atención
necesaria.
Es
cuando decimos “es que tenía prisa”, parece justificar la insolidaria
precipitación, el desprecio por los detalles, la desconsideración para las
consecuencias. No ignoramos que
en repetidas ocasiones estamos convocados, citados, comprometidos con otros,
con una citación, con un horario o una fecha determinada.
En
esos casos la serenidad, la inteligencia y la adopción de decisiones realistas
y concretas son más eficaces que el desconcierto que todo lo estropea. Más
significativo resulta quien siempre tiene prisa. No es una situación, es una
condición, en definitiva una forma de ser. Y no solo porque desconocemos la
necesaria mesura, si no porque se ve afectado su forma de ser, en la dudosa
consideración, y en el afecto por los sentimientos ajenos.
En
algún sentido, querer, es no tener prisa con alguien, considerando el espacio
sin que nos impongamos la tiranía del tiempo. Cuanto más
tratemos de buscar remedios a la prisa a base de estirar las horas del
día para crearnos compartimentos de escape, más arraigadamente estaremos
aceptando el imperio de esta misma prisa, más se separarán el tiempo de
descansar, el de trabajar, el de pensar y el de vivir, debiendo tenderse a que
estos tiempos no se entremezclen lo más posible. Hay que esforzarse para que el
juicio sobre lo que se está haciendo presida cada acción y crezca
simultáneamente con ella.
Desde que nos levantamos
hasta que nos acostamos, nos hallamos inmersos en una especie de corriente que
nos arrastra. El trabajo, la familia, los horarios, las comidas, el autobús… Siempre
hay prisa, ya que todo hay que hacerlo no dentro de un mes, sino
“ahora”, o incluso “ayer”. Y por supuesto, no podemos evitar todas esas
responsabilidades y obligaciones, pues forman parte de la vida que nos hemos
ido perfilando. De todas formas, lo importante es tener claras nuestras
prioridades a la hora de distribuir el tiempo del que disponemos.
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