En muchas ocasiones nos encontramos ante
varias alternativas y sin pensar escogemos una, quedando convencidos de que
nuestra decisión ha sido la más racional, teniendo la sensación de que nada, ni
nadie ha interferido en nuestra elección final. Pero si deberíamos reconocer
que nos movemos por el impulso que conduce nuestra voluntad, llamada siempre
por los deseos más profundos de nuestro ser.
Pero
no siempre medimos los límites, y hablamos precipitadamente sin reflexionar,
sumando argumentaciones para justificarnos, llegando a situaciones en las que
tropezamos, tratando de enmendar los errores que en la mayoría de los casos
pagamos las consecuencias por hablar sin pensar.
Solo
tenemos que observar que cuando estamos en reunión; hablamos y hablamos de
todo, sin parar y a veces sin saber con quienes intercambiamos nuestras ideas.
El objetivo en estos casos debería ser, pensar antes de hablar, puesto que si
no controlamos nuestras emociones, llegamos a comportarnos irreflexivamente bajos
estos parámetros en situaciones comprometedoras.
No
es que, por extremada prudencia nos mantengamos permanente callados, pero sí
pensemos en lo que decimos y cómo lo decimos, ya que esto puede tener poderosos
efectos en nuestras relaciones, acercándonos más a las personas. Una sola
frase; ¿cuántas veces puede convertirse en una alabanza o dejar una cicatriz
difícil de curar? Así que, según hagamos uso de la palabra y en qué momento,
éstas puedan convertirse en ventanas abiertas de par en par o en muros
infranqueables.
Esto
es una cosa que nos pasa por desgracia muy frecuentemente. En realidad son
momentos de enojo y, porque no decirlo, también de pasión, resultando que
decimos temas de cruda moral, que a la larga tratamos de arrepentirnos actuando
de forma incompresiblemente inadecuada. Decía
Honorato de Balzac; “A veces hablamos mucho y decimos poco. Para expresar más,
conviene pensar más” Aprender a expresarse de forma emocionalmente correcta nos
llevará automáticamente a un cambio positivo en nuestras relaciones personales.
¿Cuántas veces nos dirigimos a alguien en unos términos no muy apropiados? Y es
cuando una vez dicho, pensamos: ¡no debía haberme pronunciado de “esa” manera!
¿qué pensará de mí?
La
sociedad actual nos ha enseñado que debemos ser rápidos en nuestras
contestaciones, demostrando que de todo sabemos y entendemos; entonces crecemos
con la idea de que las cosas lentas son una pérdida de tiempo y que en
definitiva somos unos torpes al dejar de pensar. Esto nos lleva frecuentemente
a las excusas. Es importante saber por qué y para qué sirven las excusas, pero
si analizamos bien, que pasaría si debido a nuestra precipitación al hablar,
hubiéramos obviado de esas excusas, solo con meditar un poco más lo que hubiera
sido más justo decir.
Lo
primero que necesitamos entender es que si no somos íntegros y correctos a
nosotros mismos no hay mucho que decir, y poca credibilidad puede tener lo que digamos, pues la mayoría de los problemas los
ocasionamos nosotros mismos con nuestras precipitaciones y atrevimientos. Es
importante ser íntegros en lo que decimos y conocernos para comprender quienes
somos realmente, y para ello debemos recurrir a una nueva forma de pensar antes
de hablar.
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