Aunque se oiga decir “yo no tengo miedo a morir”, a todos, de una forma u otra, nos asusta la muerte, a pesar de que tendamos a considerarla como algo “ajeno”, que nunca nos afectará directamente, ni a nosotros ni a quienes amamos.
La vivencia de la muerte de hecho no sólo afecta al que se acerca a ella, sino a todas las personas que lo rodean y lo quieren. El envejecimiento y la vivencia de la muerte suelen estar íntimamente relacionados. A medida que la vida avanza, el aviso de su fin se hace cada vez más insistente. Hay que tener en cuenta el aumento de los años de vejez en los países occidentales en los que la población general va envejeciendo. El hombre prehistórico tenía una vida media de dieciocho años, en la época de la revolución americana alcanzaba los treinta y cinco años, y en 1900, los cuarenta y nueve años. Hoy la esperanza de vida en las sociedades industriales oscila alrededor de los ochenta años. Un bebé suizo puede esperar vivir como mínimo ochenta años, mientras que su contemporáneo en la India probablemente muera a los cuarenta y seis.
A esta mayor previsión de vida hay que añadir el alarmante descenso de la natalidad en estas mismas sociedades, de forma que cada vez hay más ancianos que van teniendo más años. Pero, curiosos, no son los ancianos los que tienen miedo a morir, sino los jóvenes y los adultos, personas que en teoría tienen la muerte más lejana.
Cuando una persona se entera de que va a morir entra en una especie “shock” y lo mismo les ocurre a las personas que la quieren. Luego, tanto el afectado como sus seres queridos, entran en un proceso de esta fase.
Múltiples factores influyen en la actitud de las personas ante la muerte. La fe, el creer en Dios y la esperanza de una vida futura, confortan, dan entereza y resignación a la hora de enfrentarse con la muerte y soportar la pérdida de seres queridos; hay personas que han vivido alejadas de todo lo divino, y que al acercarse sus últimos días necesitan reencontrarse con Dios.
Existen factores sociales que están cambiando, entre ellos, el entorno de los enfermos incurables; antes, estaba limitado al hogar al que iba a morir rodeado de familiares, luego se ha circunscrito a los hospitales. Ahora hay una especie de vuelta atrás, y enfermo, médico y familiares suelen preferir el propio hogar. También se ha modificado la estética de la muerte y todo el simbolismo acompañante. Si hubiese que resumir es una palabra la actitud social de hoy ante la muerte, sería la de la “desdramatización”. En este caso, es imposible dar una norma justa sin arriesgarse, tal vez habrá que esperar a que todas las estructuras sociales lleguen a un acuerdo.
Meditación: La muerte es la única enfermedad que no tiene remedio alguno.
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