Las mentiras son muy elocuentes. No tanto por lo que dicen o fingen, sino por lo que desvelan y revelan. En cierto modo, resultan en determinados momentos, delatoras y transparentes. Y no sólo cuando son detectadas o cazadas sino, en cualquier caso y sobre todo, para uno mismo. Por eso de que la mentira consiste en decir lo contrario de lo que se piensa es tan sólo la epidermis de su verdadero sentido.
No se juega su suerte contra la sinceridad sino que su auténtico desafío es el de la cuestión de la verdad. Lo más triste es cuando no nos decimos lo que pensamos, o lo que es aún peor, tratamos de pasar por pensamientos lo que no es, sino un ocultamiento de lo que pensamos.
Pero si lo pensamos bien, no es sólo que nos engañamos, es que nos mentimos, por temor o por debilidad, que son dos de las causas fundamentales del mal que somos capaces de producir.
En cierta medida decimos y no hacemos lo que decimos, y así, efectivamente lo que pensamos no tiene que ver con lo que vivimos. Cuando nos encontramos con alguien que dice lo que se hace y piensa lo que dice, estamos no sólo ante alguien veraz, sino concretamente con quien dice la verdad.
Por eso las mentiras tienen tanto de personal. Muestran las insuficiencias, las incoherencias, los límites y muy singularmente nos constituyen antes los demás, queriendo hacer ver lo que realmente no es.
No por eso debemos de confundir un descuidado y precipitado de contar todo, de cualquier modo, de forma insensible, sin considerar al otro, con una generosa espontaneidad, haciéndonos querer demostrar amiga de la verdad.
La verdad no es simplemente contar lo sucedido, de ahí se deduce que consista en ocultarlo. Hay quien utiliza la mentira como un modo de vivir. A veces es comprensible, pero ni es aconsejable, ni produce buena sensación la persona que miente.
Meditación: No porque todo el mundo crea en tu mentira, se convierte en verdad.
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