Puede parecer poco, pero a veces necesitamos sencillamente oír la voz de alguien en concreto. Como sea, al menos. No es tanto la compañía de los argumentos cuanto el cálido articular, entonar, deletrear, sonar, de su singular expresividad. Su voz nos alegre, quizás nos provoca sentimientos. Es como si al oírla viniera algo de su presencia. Tantas veces nos alcanza de lejos y todo cobra otro sentido. Aún resuena en nuestros oídos, la de quien, aunque por lo que fuere, ya no la oyes.
La voz nos ofrece toda una fisonomía. Ciertamente se forma en un modo de hablar y de decir las cosas. Todo vibra con la voz, y nos vemos atravesados por un sentir que busca componerse y trata de huir, hasta alcanzar nuestra propia figura.
A veces parece tan firme como dulce, no es implacable pero resulta agradable y se despliega con ese aire tan propio, que hace como si le estuviera viendo.
No siempre el decir del otro resulta convincente sólo por sus necesarias y buenas razones, como si éstas se impusieran por sí mismas indiscutiblemente, pero debo reconocer que siempre me gustó oír su voz.
Y en nuestro aislamiento atraviesa los espacios, distancias y vidas para alcanzarnos. Por eso, una vez que una voz es ya parte constitutiva, se origina en nuestra mente su físico, y posee ya un aroma que no sólo es reconocible sino que constituye en parte su forma de ser. Es en realidad la conformada por ese tono familiar que a veces oímos en nuestros silencios.
Si no hay mucho que decir, nos gustaría oír su voz. Léeme, siquiera un texto ya dicho. Llama, aunque sea por error para preguntar algo equivocadamente. Pero cuantas veces te gustaría oír de nuevo su voz, aunque sea obligado decir que no necesita remitir ningún contenido.
La voz es ya en sí misma un sentido singular. Déjate dormir escuchándola. Y si es preciso, soñar al arrullo de su despedida.
Meditación: Nada revela tanto el carácter de una persona como su voz.
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