Nos falta. Sí, le echamos de menos. Decimos que se nos ha muerto, que algo de nosotros fallece en su irse. En cierta medida siempre estamos de despedida. Incluso en el momento de conocernos bien sabemos, que tarde o temprano, nos separaremos, quizás sin palabra alguna.
Por eso, la generosidad que exige el amor es la de asumir que no cabe retención, que no nos tendremos jamás. Todo sucede cuando un ser querido emprende su propio vuelo, aunque nunca es comparable su pérdida definitiva, ni siquiera en sueños puede a veces soportarse.
La vida se nos presenta con toda crudeza. No hay nada que hacer, salvo aprender a vivir con esa carencia que la vida nos presenta y nos marca. Todo el afecto y la compañía podrán favorecernos en el cotidiano vivir.
Convivir con esa pérdida es fundamental, por eso debemos tratar de hacerlo sin perder la dignidad de un ser vivo.
También a eso le llamamos “ley de vida”, la cual se impone con naturalidad, expresando más resignación que consuelo. Se van nuestros mayores, nuestros padres, y siempre fallece algo a destiempo, dejándonos, con total independencia sin preocuparse de la edad que tengamos: ¡es una orfandad sin apelativo! Sin ya para siempre quienes no están. No hay línea telefónica, ni visita, ni celebración, ni conversación. Sencillamente no están. Sólo quien ama puede soportar la muerte. En definitiva, querer a alguien es saber que puedes perderle, que se habrá de perder.
La muerte, nunca reemplaza, sólo exige comprender que hemos de vivir sin los que nos faltan, los que con su ausencia, nos dan otra dimensión a nuestra vida.
Pero no sólo nos falta quienes no están ya, sino también quienes no están todavía Podemos echar de menos a quienes no conocemos ni probablemente no conoceremos en tanto que restan por venir. Aunque quizás estemos a tiempo. Tal vez lleguen encontrándonos vivos.
Meditación: La muerte no llega más que una vez, pero se hace sentir en todos los momentos de la vida.
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